lunes, 15 de octubre de 2007

EL POETA CANIBAL

Anoche, de pronto –es verdad que me puse muy mal de pensarlo siquiera- sentí una envidia bestial del poeta caníbal. Los flashazos –claro-, la fama súbita –claro-, la inmortalidad (la roja inmortalidad) –por supuesto. Pero había algo más, algo más…

Toda la noche mi corazón creció y decreció de imaginarlo. Se me reventaba el pecho, como si el recuerdo fuera mío, de ver en las fotos al poeta caníbal abrazado de su novia (esa buena muchacha comestible) y los ojos se me llenaron de luces de sirenas, de madres mesándose los cabellos y de vecinas que caían en éxtasis. El poeta caníbal yacía en el suelo con la frente rota y un policía criptocristiano lo ayudaba a levantarse. En la sección de policiales me topé con su mirada. Es verdad que el poeta caníbal tenía hábitos vulgares y que no era un cocinero refinado. Dicen que ni siquiera era un buen poeta (era un poeta resentido, que es el peor bicho). Pero al parecer no se le conocen ni buenos ni malos ni pésimos poemas. No se le puede encontrar en Las elecciones afectivas ni en las antologías de Bravo Varela. María Rivera nunca había oído hablar de él. Pero a pesar de ello, los medios todos los coronaron así: como el poeta caníbal –en lo cual algunos vieron una especie de pleonasmo.

Hubo un tiempo –si se me permite el achaque de rememorar- en que mi sueño era llegar a ser un poeta caníbal. Para lograrlo, dejé atrás a la familia, luché contra mi provincianismo, mamé la teta de las calles y me ejercité en cierto tipo de cacería nocturna. No había entonces odio en mí; eso es costumbre reciente. Una nerviosa ingenuidad atizaba mis jornadas. Las noches caníbales son azules, perfectamente azules, de bordes amoratados. Los poetas caníbales tienen narices de perro y ojos que se adelantan en la oscuridad, ojos expertos en escudriñar y en buscar entre la basura. Cuando había caza, arrastraba a mis presas a cuartitos de hotel con la ilusión de romperles el cuello. Mis víctimas: muchachos obreros, albañiles, putitos del rubor helado, macharranes del pavor. Se me morían apretándome el lomo, arañándome las caderas. Se me morían para revivir apresuradamente y luego irse.

Así fue la cosa en mis afanes de poeta caníbal: se me iban las presas. Perfectos, vivísimos cadáveres que se me iban de las manos. ¡Cuántos conté! Puedo dar fe, sin embargo, de que dicen verdad los antropófagos que han dejado testimonio: la carne humana tiene sabor de lodo, tufillo de puerco, un aroma celeste y un regusto amargo.

Anoche abrí el refrigerador y me decepcionó otra vez su luz funeral y su escasa despensa. Nada de cadáveres ni miembros palpitantes, como en los refrigeradores –ahora famosos- de Jeffrey Dahmer y José Calvo Zepeda. Nada de nada. ¿Rebanarle un bistec a la nalga de un desconocido, guardarlo en la hielera y luego llorarlo toda la vida? No, por favor. Tengo un estómago remilgoso y he olvidado puntualmente cuanta cosa me he llevado hasta las bocas del cuerpo. No se puede ser poeta así, qué le vamos a hacer. No, así no se puede, y menos se puede llegar a ser un poeta caníbal.

No hay comentarios: