miércoles, 20 de agosto de 2014

TIEMBLA LA CABALLA





El hotel, oscuro y sórdido (pero de una sordidez ni siquiera definitiva: una sordidez mediocre), está en un edificio viejo, tal vez construido en los años treinta, sobre la calle de Puente de Alvarado. Los pasillos están oscuros y obligan a caminar a pasos de ciego. Hace un frío espantoso, fuertísimo, como si este pasaje fuera una congeladora. Voy agarrándome de las paredes, el taconeo retumba sobre las baldosas que chillan. Qué puto mareo de su chingada madre. No sé por dónde voy, pero me guía un crujido apenas audible, largo, un ruido de moscas y un olor a carnicería. El aire entra sabe Dios por dónde y pasa cortándome la cara. Creo que podría estar muerta y que este sería el largo camino al Tamoanchán. Pero no: estoy completa, soy yo: respiro, siento una ansiedad que solo se puede sentir vivo. Vivo, de la manera que sea, pero en esta vida. Prendo el encendedor y leo: Cuarto 301. Aquí es. Aquí es donde la Caballa me dijo que la viera. La puerta rechina al entreabrirse. Adentro se oyen murmullos, gritos apagados. Sí, es aquí, seguro. Me detengo en el quicio de la puerta, me asomo al interior, espío.
No vale la pena describir el cuarto. En todos los hoteles de este tipo, los cuartos son iguales o da igual que sean diferentes. Adentro, Kevin se remueve sobre ella. Se agita de una manera ridícula, como si la estuviera matando, como si la agarrara con ambas manos, mientras la Caballa se revuelve para huír. Como si en ese forcejeo él estuviera dándole en el culo puñetadas al aire (de hecho dice algo así: “Te gusta la verga, ¿verdad, puto? Te gusta la verga, maricón. Pues órale, pinche joto. Pues órale”). Entre esos brazos, la loca gime y lame los bíceps que la aprisionan (se diría: “ha enloquecido de placer”). Tiene la mirada de una niña que se regocija de estar muerta; casi podría decirse que se convulsiona, pero está quieta, inmóvil y tan estática que se tomaría por un cadáver, si no fuera por el temblor que la hace babear.
Así es que está feliz de haber llegado a ese momento en que todo punza y se puede agarrar con un puño: ay, qué rico el dolor, con qué lentitud el esfínter se dilata, con la gracia de un enfermo crónico, mientras en el aire se cruzan el olor de la mierda y los sudores: el sudor dulce tibio de la carne adolescente y el sudor agrio de la loca cuarentona. La Caballa mira a su alrededor, mira hacia atrás, hacia adelante y hacia los lados, y ve al Kevin. Se sienta sobre el Kevin, camina sobre su vientre empedrado, se cobija en su sobaco, se baña bajo sus orines, se pone a morder la cal de sus dientes. Ve la televisión en los ojos del chacal. Cierra los ojos y siente que su carne se llena de gusanos. Y luego los abre y está atrapada entre piernas y rodillas que le golpean la frente, ante un rostro hermosísimo y rojo que le dice, con la saliva bajando como una araña: ¿Te gusta la verga, verdad, hija de tu pinche madre?

Así como lo dice: Hijadetupinchemadre.
Ay, cómo no le va a gustar, pienso. La noche roja se mete por la ventana y se
acomoda en el cuarto como puede. Un anuncio muy grande, con la cara gigantesca de una mujer y una luz allá en el farol, todo afuera, expandiéndose sin ganas. Afuera, también, el ruido, las partículas gordas del aire, la ciudad desvaneciéndose entre la niebla y el esmog como detrás de un vidrio empañado. Pasan hombres por ahí, hombres solos, con la mirada aguzada, girando silenciosamente. La Caballa se metió en la cama y mostró su desnudez con pudor y se recogió como si temiera ser tan poca cosa frente al muchacho. Él vio sus senos como dos bolsas de agua, llenas y tensas, y luego bajó la mirada y vio el pito de la loca señalando el engaño, un pito triste, arrugado, una verga prieta y empequeñecida, como esas que están cansadas de ser lo que son. El mayate miró a la Caballa casi con odio. Cuando ella le quiso quitar la ropa, él dijo:
-Nel, pérate…
Y ha de haber pensado que la noche era demasiado clara, que la mujer del anuncio de allá afuera lo veía con burla y tuvo un espasmo que le hizo cerrar los puños. Pero, entonces, cerró también los párpados y dijo de nuevo, casi sin voluntad:
-Nel, aguanta...
Y se dejó conducir por la Caballa, que lo llevó con delicadeza, con ternura, como a un sonámbulo al que no se quiere despertar, como a un loco en el que no se quiere provocar la furia, como a un niño tarado. Lo acarició con manos devotas porque sabía de esos milagros y porque estaba convencida de que lo suyo era una profanación. Le quitó los colgajos, le quitó la chamarra y le tomó de la mano para meterse a la cama como si se sumergieran en un río. El volvió a temblar en ese ondulante contacto con las sábanas. Pero esa timidez, ese miedo suyo pronto se volvió furia, y se puso a cogerla como ya les dije, como si la agarrara a chingadazos.
Pero en eso, en ese caer hasta el fondo, en ese hundirse en todos los olores y tenderse a los pies del hombre (aunque ese hombre sea casi un niño), la Caballa ya no duda: está enamorada. Mira y se destapa el pecho como una mística. Se ilumina. Santa Teresa le queda chiquita al puto. Para eso me llamó: para que presenciara su reverberación. El ángel y la flecha. Ve hacia la puerta desde donde los espío y me dice:
-Ay mana: estoy enculada.
Sus dedos se hunden en la carne del Kevin.
-Nel, aguanta: no me toques ahí- dice él.
La loca ya no tiene pasado, ya no tiene futuro.
-Que este manoseo me haga hermosa, porque estoy enamorada- reza.
-Oh, puto, pérate: no te digo. Pérate. No me beses en la boca, cabrona.

Y otra vez la Caballa voltea a verme:
-¿Tú crés? ¡Enamorada..!
-¡Ay, Caballa obvia! ¡A tus años!
Se echa a reír, enloquecida. Enloquecida la loca. Escapa de los brazos del chacal y corre como una doncella por los prados del Pratter.
-No digas pendejadas- me dice-. Pinche liosa, me cae: pura pendejada dices.
-¿Con quién hablas?- pregunta el muchacho.
--Obvia, obvia…-le susurro detrás de la puerta.
-Perra maldita- me dice, y como ve que el chavo se acuesta bocarriba y se estira y se ofrece inmóvil, con la verga creciéndole como un baobab, se echa a correr por esa planicie que así se entrega; se echa a correr la jota, desenfrenada, con los pájaros volándole sobre la cabeza y un perfume de caléndulas levantándose desde la tierra. Ahí se queda, a la sombra del baobab. Se abraza de él y lame su corteza callosa y húmeda. Le muerde las raíces y lo trepa hasta la fronda, para ponerse a cantar operísticamente hasta caer reventada como un sapo. Un silencio supersticioso y una torpeza de segundos, un no saber bien cómo ayuntar los cuerpos, precede al momento de la penetración. Y a la loca se le viene el cielo encima. Se le viene el cuerpo del Kevin como una ola de aceite. Y se retuerce y jadea (histriónicamente al principio, solo al principio, para que ese grito fingido abra las puertas al grito verdadero). Él empuja como si estuviera dándose de madrazos con otro culero. Empuja. Se cogen con furia, pero como si esa fuera la primera de todas las furias. Herida, la Caballa voltea trabajosamente y me grita:
-¡Tú!¡Tú! ¡Dile que no me la saque!
La noche sube como la leche quemada y sobre el osario de la ciudad hace ruidos.
-¡Ay, chula, qué escándalo! ¡Pinche hambrienta!- me río en sus narices.
-¿Con quién hablas?- pregunta otra vez el chacal, con las fosas de la nariz cerrándose y abriéndose a lo bestia- ¿Estás loca?
Desde la calle, todas las jotas que andaban sacando la noche, los muchachos con las manos en los bolsillos, los putos que cruzan miradas de ladrones, todos los pinches mayates alamederos, los chichifos tostoneros, las locas viejas, todos vuelven la cara hacia la ventana del cuarto y hacen un clamor que es un gran suspiro.
-¡Que me pegue, que me mate, pero que no me la saque! ¡Díselo!- me suplica la muy puta de la Caballa-.
-¿Estás loca?- pregunta de nuevo el Kevin, con la voz rasposa, mientras la noche roja se enciende y la iridiscencia de los líquidos fluye como galaxias.

¡Plas!
¡Plas!
¡Plas!
¡Plas! -hacen al derramarse.

-¡Sí!¡Sí!¡Estoy loca!¡Sí!- aúlla la muy maricona.
-Y luego por qué las matan- le digo. Me río. Muevo la melena-. Obvia. Obvia.
Pero ella no dice nada, está temblando en el charco de su sudor. Poco a poco vuelve al mundo, a ser de nuevo lo que es.
Así las cosas, cierro la puerta y camino a todo lo largo del pasillo. Está oscuro (¿ya lo dije?). Mis tacones suenan divinamente.




*Publicado originalmente en Hoteles de paso, varios autores, Cal y Arena, México 2014

4 comentarios:

venus ilegítima dijo...

Me gusta tu cuento, lo encontré en la compilación Hoteles de paso, recomiéndame algún libro tuyo que tengas publicado.

Unknown dijo...

Juan Carlos Bautista, me gusta tu trabajo, el unico documental que no he podido ver fue el de Amor Chacal, supe de el y del realismo con el que lo hiciste, me parece muy interesante, espero me lo puedas compartir, te dejo mi correo pipe8628@gmail.com,,, gracias por tu aportación a la causa de buenas historias y documentales realistas saludos y pendientes.

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Amirpntwska dijo...

Me gustaría saber dónde puedo ver el documental de Amor Chacal, ya que aquí en Coatzacoalcos no llegan eventos que promuevan documentales y en internet lo he buscado pero sólo hay reseñas.
Y reciba un cordial saludo. Amirpntwska@gmail.com