suave que me está matando
Poesía, contrapoesía y fin del mundo/ Juan Carlos Bautista
miércoles, 20 de agosto de 2014
TIEMBLA LA CABALLA
El hotel, oscuro y sórdido (pero de una sordidez ni siquiera definitiva: una sordidez mediocre), está en un edificio viejo, tal vez construido en los años treinta, sobre la calle de Puente de Alvarado. Los pasillos están oscuros y obligan a caminar a pasos de ciego. Hace un frío espantoso, fuertísimo, como si este pasaje fuera una congeladora. Voy agarrándome de las paredes, el taconeo retumba sobre las baldosas que chillan. Qué puto mareo de su chingada madre. No sé por dónde voy, pero me guía un crujido apenas audible, largo, un ruido de moscas y un olor a carnicería. El aire entra sabe Dios por dónde y pasa cortándome la cara. Creo que podría estar muerta y que este sería el largo camino al Tamoanchán. Pero no: estoy completa, soy yo: respiro, siento una ansiedad que solo se puede sentir vivo. Vivo, de la manera que sea, pero en esta vida. Prendo el encendedor y leo: Cuarto 301. Aquí es. Aquí es donde la Caballa me dijo que la viera. La puerta rechina al entreabrirse. Adentro se oyen murmullos, gritos apagados. Sí, es aquí, seguro. Me detengo en el quicio de la puerta, me asomo al interior, espío.
No vale la pena describir el cuarto. En todos los hoteles de este tipo, los cuartos son iguales o da igual que sean diferentes. Adentro, Kevin se remueve sobre ella. Se agita de una manera ridícula, como si la estuviera matando, como si la agarrara con ambas manos, mientras la Caballa se revuelve para huír. Como si en ese forcejeo él estuviera dándole en el culo puñetadas al aire (de hecho dice algo así: “Te gusta la verga, ¿verdad, puto? Te gusta la verga, maricón. Pues órale, pinche joto. Pues órale”). Entre esos brazos, la loca gime y lame los bíceps que la aprisionan (se diría: “ha enloquecido de placer”). Tiene la mirada de una niña que se regocija de estar muerta; casi podría decirse que se convulsiona, pero está quieta, inmóvil y tan estática que se tomaría por un cadáver, si no fuera por el temblor que la hace babear.
Así es que está feliz de haber llegado a ese momento en que todo punza y se puede agarrar con un puño: ay, qué rico el dolor, con qué lentitud el esfínter se dilata, con la gracia de un enfermo crónico, mientras en el aire se cruzan el olor de la mierda y los sudores: el sudor dulce tibio de la carne adolescente y el sudor agrio de la loca cuarentona. La Caballa mira a su alrededor, mira hacia atrás, hacia adelante y hacia los lados, y ve al Kevin. Se sienta sobre el Kevin, camina sobre su vientre empedrado, se cobija en su sobaco, se baña bajo sus orines, se pone a morder la cal de sus dientes. Ve la televisión en los ojos del chacal. Cierra los ojos y siente que su carne se llena de gusanos. Y luego los abre y está atrapada entre piernas y rodillas que le golpean la frente, ante un rostro hermosísimo y rojo que le dice, con la saliva bajando como una araña: ¿Te gusta la verga, verdad, hija de tu pinche madre?
Así como lo dice: Hijadetupinchemadre.
Ay, cómo no le va a gustar, pienso. La noche roja se mete por la ventana y se
acomoda en el cuarto como puede. Un anuncio muy grande, con la cara gigantesca de una mujer y una luz allá en el farol, todo afuera, expandiéndose sin ganas. Afuera, también, el ruido, las partículas gordas del aire, la ciudad desvaneciéndose entre la niebla y el esmog como detrás de un vidrio empañado. Pasan hombres por ahí, hombres solos, con la mirada aguzada, girando silenciosamente. La Caballa se metió en la cama y mostró su desnudez con pudor y se recogió como si temiera ser tan poca cosa frente al muchacho. Él vio sus senos como dos bolsas de agua, llenas y tensas, y luego bajó la mirada y vio el pito de la loca señalando el engaño, un pito triste, arrugado, una verga prieta y empequeñecida, como esas que están cansadas de ser lo que son. El mayate miró a la Caballa casi con odio. Cuando ella le quiso quitar la ropa, él dijo:
-Nel, pérate…
Y ha de haber pensado que la noche era demasiado clara, que la mujer del anuncio de allá afuera lo veía con burla y tuvo un espasmo que le hizo cerrar los puños. Pero, entonces, cerró también los párpados y dijo de nuevo, casi sin voluntad:
-Nel, aguanta...
Y se dejó conducir por la Caballa, que lo llevó con delicadeza, con ternura, como a un sonámbulo al que no se quiere despertar, como a un loco en el que no se quiere provocar la furia, como a un niño tarado. Lo acarició con manos devotas porque sabía de esos milagros y porque estaba convencida de que lo suyo era una profanación. Le quitó los colgajos, le quitó la chamarra y le tomó de la mano para meterse a la cama como si se sumergieran en un río. El volvió a temblar en ese ondulante contacto con las sábanas. Pero esa timidez, ese miedo suyo pronto se volvió furia, y se puso a cogerla como ya les dije, como si la agarrara a chingadazos.
Pero en eso, en ese caer hasta el fondo, en ese hundirse en todos los olores y tenderse a los pies del hombre (aunque ese hombre sea casi un niño), la Caballa ya no duda: está enamorada. Mira y se destapa el pecho como una mística. Se ilumina. Santa Teresa le queda chiquita al puto. Para eso me llamó: para que presenciara su reverberación. El ángel y la flecha. Ve hacia la puerta desde donde los espío y me dice:
-Ay mana: estoy enculada.
Sus dedos se hunden en la carne del Kevin.
-Nel, aguanta: no me toques ahí- dice él.
La loca ya no tiene pasado, ya no tiene futuro.
-Que este manoseo me haga hermosa, porque estoy enamorada- reza.
-Oh, puto, pérate: no te digo. Pérate. No me beses en la boca, cabrona.
Y otra vez la Caballa voltea a verme:
-¿Tú crés? ¡Enamorada..!
-¡Ay, Caballa obvia! ¡A tus años!
Se echa a reír, enloquecida. Enloquecida la loca. Escapa de los brazos del chacal y corre como una doncella por los prados del Pratter.
-No digas pendejadas- me dice-. Pinche liosa, me cae: pura pendejada dices.
-¿Con quién hablas?- pregunta el muchacho.
--Obvia, obvia…-le susurro detrás de la puerta.
-Perra maldita- me dice, y como ve que el chavo se acuesta bocarriba y se estira y se ofrece inmóvil, con la verga creciéndole como un baobab, se echa a correr por esa planicie que así se entrega; se echa a correr la jota, desenfrenada, con los pájaros volándole sobre la cabeza y un perfume de caléndulas levantándose desde la tierra. Ahí se queda, a la sombra del baobab. Se abraza de él y lame su corteza callosa y húmeda. Le muerde las raíces y lo trepa hasta la fronda, para ponerse a cantar operísticamente hasta caer reventada como un sapo. Un silencio supersticioso y una torpeza de segundos, un no saber bien cómo ayuntar los cuerpos, precede al momento de la penetración. Y a la loca se le viene el cielo encima. Se le viene el cuerpo del Kevin como una ola de aceite. Y se retuerce y jadea (histriónicamente al principio, solo al principio, para que ese grito fingido abra las puertas al grito verdadero). Él empuja como si estuviera dándose de madrazos con otro culero. Empuja. Se cogen con furia, pero como si esa fuera la primera de todas las furias. Herida, la Caballa voltea trabajosamente y me grita:
-¡Tú!¡Tú! ¡Dile que no me la saque!
La noche sube como la leche quemada y sobre el osario de la ciudad hace ruidos.
-¡Ay, chula, qué escándalo! ¡Pinche hambrienta!- me río en sus narices.
-¿Con quién hablas?- pregunta otra vez el chacal, con las fosas de la nariz cerrándose y abriéndose a lo bestia- ¿Estás loca?
Desde la calle, todas las jotas que andaban sacando la noche, los muchachos con las manos en los bolsillos, los putos que cruzan miradas de ladrones, todos los pinches mayates alamederos, los chichifos tostoneros, las locas viejas, todos vuelven la cara hacia la ventana del cuarto y hacen un clamor que es un gran suspiro.
-¡Que me pegue, que me mate, pero que no me la saque! ¡Díselo!- me suplica la muy puta de la Caballa-.
-¿Estás loca?- pregunta de nuevo el Kevin, con la voz rasposa, mientras la noche roja se enciende y la iridiscencia de los líquidos fluye como galaxias.
¡Plas!
¡Plas!
¡Plas!
¡Plas! -hacen al derramarse.
-¡Sí!¡Sí!¡Estoy loca!¡Sí!- aúlla la muy maricona.
-Y luego por qué las matan- le digo. Me río. Muevo la melena-. Obvia. Obvia.
Pero ella no dice nada, está temblando en el charco de su sudor. Poco a poco vuelve al mundo, a ser de nuevo lo que es.
Así las cosas, cierro la puerta y camino a todo lo largo del pasillo. Está oscuro (¿ya lo dije?). Mis tacones suenan divinamente.
*Publicado originalmente en Hoteles de paso, varios autores, Cal y Arena, México 2014
martes, 17 de abril de 2012
viernes, 25 de junio de 2010
LA ÚLTIMA CARCAJADA DE CARLOS MONSIVÁIS
Ya sé que esto no le interesa a nadie. Que me puedo meter mi admiración por el culo. Mi admiración que no es ejemplar, ni carece de ponzoña ni es proclive al lloriqueo. Mi admiración que es exigente y díscola y no se la doy a cualquiera. Y sé que Monsiváis ha muerto y pude haberme callado, porque si algo me hace vomitar es el espectáculo servil e hipócrita de escritores que erigen túmulos hueros y ejercen canonizaciones instantáneas de colegas a los que despreciaban y que de pronto tuvieron la impaciencia de morirse. Yo sé que admirar es más laberinto, y que hacerlo con tenacidad, a solas, es un ejercicio fatigoso. Yo me cansé muchas veces de amar, de odiar, de leer, de aburrirme, de entusiasmarme de nuevo con Carlos Monsiváis. Me cansé de llevar a cuestas esa admiración que rayaba en el fanatismo. Y como todo el que admira, esperaba también secretamente su caída, y había un extraño gozo en decir: “Monsiváis está acabado”, “Monsiváis está repitiéndose”, “Me perdí en el último chiste de Carlos Monsiváis”. Todos somos así. Perdónenme el improperio de borracho a la mitad del velorio. Todos los admiradores somos amantes despechados, envidiosos e impacientes; todos somos Chapman con una pistola en la mano. El que admira es cruel como quien tiene una balanza el puño, y en un plato hay un cerdo y en el otro un dios.
Y yo sé que suena a cursilería contar que lloré el día que murió Monsiváis. Estaba bañándome y mi compañero fue a decirme que se había muerto. Que había tenido el mal gusto de morirse en el peor momento. Que nos dejaba solos a una hora en que el país da miedo. Y creo que no dije nada. Tal vez, solamente: “Ah”. Y casi por inercia me puse a cantar los boleros y las rancheras que yo sabía que le gustaban. Amor perdido, Tú me acostumbraste, Cuenta Perdida, La diferencia. Y entonces pasó que me puse a llorar. Yo, que no lloré ni por Rulfo, ni por Sabines ni por el maldito de Paz. Y miren si quise a los primeros y odié al último, y al cabo todos me marcaron como a una mula. Luego, a lo largo de la tarde, cosa curiosa, me comenzaron a llegar mensajes de amigos que me daban las condolencias como si yo fuera la viuda. Una Marie-Jo súbita, una María Kodama improvisada y advenediza. Yo. Pienso que ellos se daban cuenta de lo retorcidamente importante que fue siempre el cabrón ése para mí. Monsiváis se me había muerto como alguien absolutamente mío, y esto es muy complejo de explicar.
Nunca fue exactamente mi amigo. Lo veía a veces, le consultaba alguna cosa, quería entretenerlo con algún chisme que se me fastidiaba a la mitad. De pronto nos quedábamos callados; de pronto sentía que le estaba quitando el tiempo al genio. Siempre me despedía de él con un poco de despecho. Recuerdo que yo tenía diecisiete años cuando me acerqué a solicitarle un autógrafo, algo que nunca después le pedí a nadie. En esos días yo lo leía con devoción y voracidad porque él encarnaba todo lo que quise (y debo decir, no pude) ser. Monsi concitaba todas las cosas que a mí -muchachito ávido, homosexual, militante de izquierda, aspirante a escritor- me importaban. Monsiváis era toda la ciudad de México y era su imposible explicación. Era el gusto desordenado por la cultura popular, la crónica como ejercicio omnívoro, la literatura como puro placer, el cine, los movimientos sociales, los personajes arquetípicos, lo subterráneo y lo nocturno. Claro que empecé a escribir poesía antes de conocerlo porque ya era adolescente antes de eso, y la poesía, nomás para empezar, es cosa de fluidos; pero él me enseñó a ser un lector de poesía, algo más arduo y menos autocomplaciente. Me hizo ver que todo es interesantísimo y delirante. Todo. Claro que después, también de su mano, me fui decepcionando (no sé si él se “decepcionó”, pero a mí me indujo a ello) de algunas cosas: de Cuba, por ejemplo, de la misma ciudad de México, de la poesía mexicana (¿se fijó alguien que en algún momento Monsiváis dejó de escribir en serio acerca de la poesía que se escribió en este país a partir de los setenta?). Sabía de memoria cientos de poemas y gozaba indescriptiblemente impresionando a sus escuchas. Nos preguntaba que nos parecía tal o cual verso sólo para constatar que nadie entendía nada. Uno de mis libros más manoseados es su Antología de la poesía mexicana. Ahí conocí y aprendí a leer de manera definitiva a muchos de mis poetas esenciales. Leer poesía y leerla bien, con su insistencia en el arte de leer en voz alta, algo que ya nadie sabe hacer.
Ahora quiero llegar a otra cosa –y que me perdonen los puros, los que andan loando las dotes angélicas de Carlos Monsiváis-: yo admiraba en él a la última gran perra que nos fue dado conocer. Todas las locas sabrán de lo que hablo, pero para los bugas y los desprevenidos –pobrecitos- traigo a cuento un fragmento de Daniel Harris que Monsiváis cita en su prólogo a La estatua de sal, la autobiografía desaforada de Salvador Novo:
A los homosexuales les atrajo la imagen de la Perra (The bitch) en parte por su lengua malvada, su habilidad para alcanzar a través del diálogo, a través de su ayuda verbal, sus respuestas velocísimas, ese control sobre otros que con frecuencia los gays no obtienen sobre sus propias vidas. La fantasía de la vagina dentada malévola, rebosante de puñaladas traperas, siempre alerta, siempre dispuesta a demoler a su oponente con una frase pasmosa, es la fantasía de una minoría sin poder que se afirma a través de lenguaje, no de la violencia física(…) La ironía se convirtió en el arma mortífera por excelencia en el arsenal gay antes de la revuelta de Stonewall en 1969…
El último que ejerció ese gran arte, ahora extinto, fue Monsiváis. Parece que la cita, que él le aplica a Novo, estaba escrita para él. La capacidad irónica que el público le celebraba era nada comparado con su talento privado para el perreo, para el arte de machacar a amigos y enemigos con mecanismos verbales de ingenio fulminante. Era un arte que cultivaron los homosexuales de su generación y que los de generaciones posteriores fueron dejando morir, porque ya no lo entendían, porque ya no tenía lugar en el mundo. Paz reprochó a Novo que hubiera escrito sus epigramas con caca y sangre. Qué hallazgo deslumbrante del que no entiende. Caca y Sangre. De eso se nutría la sagacidad verbal de las perras. De un veneno delicioso. Con Monsiváis muere ese arte secreto que casi nadie se encargó se registrar.
Yo le temí toda la vida a Carlos Monsiváis. Cuando escribía pensaba siempre en lo que él pensaría. Sé que esto es un asunto para el psiquiatra, pero debo decir que este temor de su mirada y de su risa era lo más paralizante que he conocido. Dejé de escribir muchas cosas por miedo al juicio de Carlos Monsiváis. Se convirtió en mi policía introyectado. Y me costó muchos años sacarlo de mí, burlar su vigilancia imaginaria. Borrar de mi horizonte su risa colgando del aire.
Ahora está muerto. Y según me cuentan, sus funerales se convirtieron en un desfile de preciosas ridículas, de viudos que entre pucheros y sigilo se proclamaban sus herederos legítimos, de funcionarios ávidos de salir en la foto, en fin, en materia ideal para la más despiadada crónica de Carlos Monsiváis. Hasta en su muerte lo rodeamos para que pudiera reírse, ya no con esa sonrisita socarrona y mula, sino a mandíbula batiente.
Y yo sé que suena a cursilería contar que lloré el día que murió Monsiváis. Estaba bañándome y mi compañero fue a decirme que se había muerto. Que había tenido el mal gusto de morirse en el peor momento. Que nos dejaba solos a una hora en que el país da miedo. Y creo que no dije nada. Tal vez, solamente: “Ah”. Y casi por inercia me puse a cantar los boleros y las rancheras que yo sabía que le gustaban. Amor perdido, Tú me acostumbraste, Cuenta Perdida, La diferencia. Y entonces pasó que me puse a llorar. Yo, que no lloré ni por Rulfo, ni por Sabines ni por el maldito de Paz. Y miren si quise a los primeros y odié al último, y al cabo todos me marcaron como a una mula. Luego, a lo largo de la tarde, cosa curiosa, me comenzaron a llegar mensajes de amigos que me daban las condolencias como si yo fuera la viuda. Una Marie-Jo súbita, una María Kodama improvisada y advenediza. Yo. Pienso que ellos se daban cuenta de lo retorcidamente importante que fue siempre el cabrón ése para mí. Monsiváis se me había muerto como alguien absolutamente mío, y esto es muy complejo de explicar.
Nunca fue exactamente mi amigo. Lo veía a veces, le consultaba alguna cosa, quería entretenerlo con algún chisme que se me fastidiaba a la mitad. De pronto nos quedábamos callados; de pronto sentía que le estaba quitando el tiempo al genio. Siempre me despedía de él con un poco de despecho. Recuerdo que yo tenía diecisiete años cuando me acerqué a solicitarle un autógrafo, algo que nunca después le pedí a nadie. En esos días yo lo leía con devoción y voracidad porque él encarnaba todo lo que quise (y debo decir, no pude) ser. Monsi concitaba todas las cosas que a mí -muchachito ávido, homosexual, militante de izquierda, aspirante a escritor- me importaban. Monsiváis era toda la ciudad de México y era su imposible explicación. Era el gusto desordenado por la cultura popular, la crónica como ejercicio omnívoro, la literatura como puro placer, el cine, los movimientos sociales, los personajes arquetípicos, lo subterráneo y lo nocturno. Claro que empecé a escribir poesía antes de conocerlo porque ya era adolescente antes de eso, y la poesía, nomás para empezar, es cosa de fluidos; pero él me enseñó a ser un lector de poesía, algo más arduo y menos autocomplaciente. Me hizo ver que todo es interesantísimo y delirante. Todo. Claro que después, también de su mano, me fui decepcionando (no sé si él se “decepcionó”, pero a mí me indujo a ello) de algunas cosas: de Cuba, por ejemplo, de la misma ciudad de México, de la poesía mexicana (¿se fijó alguien que en algún momento Monsiváis dejó de escribir en serio acerca de la poesía que se escribió en este país a partir de los setenta?). Sabía de memoria cientos de poemas y gozaba indescriptiblemente impresionando a sus escuchas. Nos preguntaba que nos parecía tal o cual verso sólo para constatar que nadie entendía nada. Uno de mis libros más manoseados es su Antología de la poesía mexicana. Ahí conocí y aprendí a leer de manera definitiva a muchos de mis poetas esenciales. Leer poesía y leerla bien, con su insistencia en el arte de leer en voz alta, algo que ya nadie sabe hacer.
Ahora quiero llegar a otra cosa –y que me perdonen los puros, los que andan loando las dotes angélicas de Carlos Monsiváis-: yo admiraba en él a la última gran perra que nos fue dado conocer. Todas las locas sabrán de lo que hablo, pero para los bugas y los desprevenidos –pobrecitos- traigo a cuento un fragmento de Daniel Harris que Monsiváis cita en su prólogo a La estatua de sal, la autobiografía desaforada de Salvador Novo:
A los homosexuales les atrajo la imagen de la Perra (The bitch) en parte por su lengua malvada, su habilidad para alcanzar a través del diálogo, a través de su ayuda verbal, sus respuestas velocísimas, ese control sobre otros que con frecuencia los gays no obtienen sobre sus propias vidas. La fantasía de la vagina dentada malévola, rebosante de puñaladas traperas, siempre alerta, siempre dispuesta a demoler a su oponente con una frase pasmosa, es la fantasía de una minoría sin poder que se afirma a través de lenguaje, no de la violencia física(…) La ironía se convirtió en el arma mortífera por excelencia en el arsenal gay antes de la revuelta de Stonewall en 1969…
El último que ejerció ese gran arte, ahora extinto, fue Monsiváis. Parece que la cita, que él le aplica a Novo, estaba escrita para él. La capacidad irónica que el público le celebraba era nada comparado con su talento privado para el perreo, para el arte de machacar a amigos y enemigos con mecanismos verbales de ingenio fulminante. Era un arte que cultivaron los homosexuales de su generación y que los de generaciones posteriores fueron dejando morir, porque ya no lo entendían, porque ya no tenía lugar en el mundo. Paz reprochó a Novo que hubiera escrito sus epigramas con caca y sangre. Qué hallazgo deslumbrante del que no entiende. Caca y Sangre. De eso se nutría la sagacidad verbal de las perras. De un veneno delicioso. Con Monsiváis muere ese arte secreto que casi nadie se encargó se registrar.
Yo le temí toda la vida a Carlos Monsiváis. Cuando escribía pensaba siempre en lo que él pensaría. Sé que esto es un asunto para el psiquiatra, pero debo decir que este temor de su mirada y de su risa era lo más paralizante que he conocido. Dejé de escribir muchas cosas por miedo al juicio de Carlos Monsiváis. Se convirtió en mi policía introyectado. Y me costó muchos años sacarlo de mí, burlar su vigilancia imaginaria. Borrar de mi horizonte su risa colgando del aire.
Ahora está muerto. Y según me cuentan, sus funerales se convirtieron en un desfile de preciosas ridículas, de viudos que entre pucheros y sigilo se proclamaban sus herederos legítimos, de funcionarios ávidos de salir en la foto, en fin, en materia ideal para la más despiadada crónica de Carlos Monsiváis. Hasta en su muerte lo rodeamos para que pudiera reírse, ya no con esa sonrisita socarrona y mula, sino a mandíbula batiente.
jueves, 4 de junio de 2009
LOS ÚLTIMOS DÍAS
Si te pudiera abandonar, Infame.
si te hubiera abandonado ya, como era preciso
luego de negros años,
librado haberme de tu cadera enferma,
de tu mirada fija, de tus pezones de cal.
Libre ya de esas noches
en que temía morir bajo tus manos,
esas noches en que tú,
blanca y tibia
como la flor que se abre y se cierra
venenosamente embadurnada,
sonreías al acecho.
A mí también me engullirás
con ese tu cuerpo despedazado uniéndose por obra de misterio.
Cuando la asfixia me eche de mi cuarto,
cuando me ahogue el espumarajo,
la mutación silenciosa, el arrepentimiento,
me vas a repasar en tu sangre inmunda,
acabarás conmigo de una vez por todas.
¡Noches a la deriva!
¡Mi amor era una loba enferma,
sonámbula en los laberintos de la muchedumbre!
¡Deteniéndose a oler, supersticiosa,
la fruta genital pudriéndose entre latidos!
Así fue que me ganó la manía de recordar nombres olvidados.
Así fue que vi a Dios cruzar como un tiburón de luz
las salas de cine.
Y los hombres recargados en largos pasillos biliosos,
y las muchachas de papel
y los ojos como globos de sangre.
Los ojos que no dormían.
Hubo un tiempo en que las noches
olían al cloro derramado de las eyaculaciones.
Nadie podrá devolverme aquella espuma ácida,
ni la ternura hecha de préstamos,
ni el miedo, ni el nombre falso con el que nos conocimos.
Ella, mi ciudad, tenía la espantosa costumbre de estar en todas partes.
Apresurándonos en hoteles infectos
increíblemente castos, con dientes apretados,
nos mordíamos para no caer dormidos,
para no dejarme llegar a esta edad ridícula
en la que no soy joven ni viejo.
Los zapatos se me deformaron un poco sombras,
doloridas raíces,
y mis dedos cogieron un sabor
de madera quemada.
Entonces,
sólo entonces,
fui a asomarme entre la gente a ver el rabioso paso de la resignación.
¿Lo sientes?
De los testículos asciende,
húmedo otra vez, este olor a insecto:
la desesperación.
Óyeme ahora, mi manceba vieja, mi Obesa.
Oye lo que te digo:
Aquí hubo una isla con un templo de sangre,
osarios descomunales la afincaban en el lodo,
y el agua dulce trazaba una raya donde se detenía exacta el agua de sal.
Íbamos a morir de todas maneras,
a pesar de este sol insaciable y sus dioses de piedra negra.
A pesar de los gritos, y la pasión desconfiada,
y las frases intachables, llenas de odio,
escupidas como bautismo.
Íbamos a nacer de todas maneras.
En esta tierra enfermiza, condenada a lo peor,
a estos hedores y este lirismo,
a su venenosa cortesía,
a sus altares para hacer leña dorada,
sus reinas locas, sus héroes impasibles,
su isla, ay su isla, moviéndose como un parásito debajo de la piel.
Noche tras noche
tuve tiempo de pensarlo:
había que huir de la Torva.
Pero huir es una sincerismo que no lleva a ningún lado.
Y yo soy lo que se dice un farsante con método:
Púlsame con este afán misionero de salir a la calle
a ser Nadie con desenfreno,
a unirme al gran coro de los masturbadores,
a besar entre calosfríos la foto del criminal bellísimo,
y a morir bajo posturas que son alta traición.
Ahora me abro paso a bofetadas: estoy a punto de ponerme sentimental.
Me recargo, cojo ánimos.
Y entonces tú,
con ese movimiento sísmico de tus caderas,
vienes hacia mí.
si te hubiera abandonado ya, como era preciso
luego de negros años,
librado haberme de tu cadera enferma,
de tu mirada fija, de tus pezones de cal.
Libre ya de esas noches
en que temía morir bajo tus manos,
esas noches en que tú,
blanca y tibia
como la flor que se abre y se cierra
venenosamente embadurnada,
sonreías al acecho.
A mí también me engullirás
con ese tu cuerpo despedazado uniéndose por obra de misterio.
Cuando la asfixia me eche de mi cuarto,
cuando me ahogue el espumarajo,
la mutación silenciosa, el arrepentimiento,
me vas a repasar en tu sangre inmunda,
acabarás conmigo de una vez por todas.
¡Noches a la deriva!
¡Mi amor era una loba enferma,
sonámbula en los laberintos de la muchedumbre!
¡Deteniéndose a oler, supersticiosa,
la fruta genital pudriéndose entre latidos!
Así fue que me ganó la manía de recordar nombres olvidados.
Así fue que vi a Dios cruzar como un tiburón de luz
las salas de cine.
Y los hombres recargados en largos pasillos biliosos,
y las muchachas de papel
y los ojos como globos de sangre.
Los ojos que no dormían.
Hubo un tiempo en que las noches
olían al cloro derramado de las eyaculaciones.
Nadie podrá devolverme aquella espuma ácida,
ni la ternura hecha de préstamos,
ni el miedo, ni el nombre falso con el que nos conocimos.
Ella, mi ciudad, tenía la espantosa costumbre de estar en todas partes.
Apresurándonos en hoteles infectos
increíblemente castos, con dientes apretados,
nos mordíamos para no caer dormidos,
para no dejarme llegar a esta edad ridícula
en la que no soy joven ni viejo.
Los zapatos se me deformaron un poco sombras,
doloridas raíces,
y mis dedos cogieron un sabor
de madera quemada.
Entonces,
sólo entonces,
fui a asomarme entre la gente a ver el rabioso paso de la resignación.
¿Lo sientes?
De los testículos asciende,
húmedo otra vez, este olor a insecto:
la desesperación.
Óyeme ahora, mi manceba vieja, mi Obesa.
Oye lo que te digo:
Aquí hubo una isla con un templo de sangre,
osarios descomunales la afincaban en el lodo,
y el agua dulce trazaba una raya donde se detenía exacta el agua de sal.
Íbamos a morir de todas maneras,
a pesar de este sol insaciable y sus dioses de piedra negra.
A pesar de los gritos, y la pasión desconfiada,
y las frases intachables, llenas de odio,
escupidas como bautismo.
Íbamos a nacer de todas maneras.
En esta tierra enfermiza, condenada a lo peor,
a estos hedores y este lirismo,
a su venenosa cortesía,
a sus altares para hacer leña dorada,
sus reinas locas, sus héroes impasibles,
su isla, ay su isla, moviéndose como un parásito debajo de la piel.
Noche tras noche
tuve tiempo de pensarlo:
había que huir de la Torva.
Pero huir es una sincerismo que no lleva a ningún lado.
Y yo soy lo que se dice un farsante con método:
Púlsame con este afán misionero de salir a la calle
a ser Nadie con desenfreno,
a unirme al gran coro de los masturbadores,
a besar entre calosfríos la foto del criminal bellísimo,
y a morir bajo posturas que son alta traición.
Ahora me abro paso a bofetadas: estoy a punto de ponerme sentimental.
Me recargo, cojo ánimos.
Y entonces tú,
con ese movimiento sísmico de tus caderas,
vienes hacia mí.
jueves, 14 de febrero de 2008
LA GUERRA DE LOS LITERATOS
Apenas estábamos reponiéndonos de la zacapela armada por Christopher Domínguez con su Diccionario Crítico de la Literatura Mexicana cuando cayó la bomba de que habían declarado desierto el Premio Aguascalientes de poesía. Los jurados, conjurados, decidieron que entre los doscientos tres manuscritos concursantes era más difícil hallar excelencia que virtud entre los vecinos de Sodoma. Los poetas, que suelen tener un humor difícil, no se lo tomaron con mucha ecuanimidad. En foros y blogs lo menos bilioso que se ha dicho es que la poesía está en crisis, pero esto es algo que se viene diciendo desde que los poemas se escribían en tablillas de barro. La discusión se ha ido en muchos tonos. Lo más grueso son las diatribas, las suposiciones y las cuentas pendientes que ahora se quieren cobrar. Lo mejor: una incipiente discusión sobre el estado que guarda la poesía mexicana.
En otras circunstancias, me gustaría llamar a la calma y a la concordia, pero no lo hago por dos razones: la primera, porque yo fui uno de los concursantes palurdos cuya excelencia quedó en entredicho, y la segunda, porque la verdad es que la guerra entre poetas o intelectuales siempre me ha parecido un espectáculo fascinante. La literatura es un asunto del que solemos hablar con aire reverencial, y los mismos escritores frecuentemente se toman en serio la reputación oracular, casi sagrada, de su trabajo. Yo he escuchado a algunos repetir, por ejemplo, que el poeta es “el guardián de las palabras de la tribu”, y decirlo sin que les tiemble la quijada y sin el menor asomo de ironía. Un gran Dios, supuso Darío, debió darles orgullo y vanidad a los pobres escritores para resistir un mundo que se opone a ellos. Las guerras entre literatos suelen ser un circo de vanidades, una hoguera de prejuicios y un hervidero de envidias, pero también es cierto que es en esos bretes en donde mejor se pulen ciertos estilos y en donde con mayor fuerza se definen ciertos proyectos generacionales.
Que los poetas no quieran a sus colegas no es cosa nueva y no debería asombrarnos demasiado. Ya don Francisco de Quevedo, en sus Premáticas del desengaño contra los poetas güeros, decía que los poetas –ese “género de sabandijas”- “sólo dicen verdad en decir mal unos de otros”. Quevedo casi no quiso a nadie: se burló sin compasión de Góngora (y éste hizo lo propio) y no tuvo miramientos con las desventajas físicas del indiano Ruiz de Alarcón en una época en que no existía la corrección política. El siglo de Oro fue una Edad ejemplar de todos contra todos.
¿Un escritor ha de aplaudir a otro? A menos que sea haciéndolo en su rostro, abofeteándolo, que fue la manera en que Salvador Novo –ese maestro del estilo y del veneno- “homenajeó” a Rodolfo Usigli. Un amigo suyo, que recibió sus puyas con muy buen humor, Elías nandino, dice algo significativo en su autobiografía, Juntando mis pasos: “Estoy convencido de que la amistad es un sentimiento sincero, pero los poetas, solapadamente, son enemigos”. Lo que Novo sabía, de todos modos, es que no son las palmas de las manos, sino la lengua, el arma más afilada que los escritores usan contra otros escritores. Lo que dicen a veces es atroz. Mark Twain, por ejemplo, opinó de Jane Austen que “es imposible de leer. Es una gran lástima que la dejaran morir de muerte natural”. Ante el fallecimiento de Capote, Gore Vidal sólo vio en ello otro de sus trucos publicitarios. Ni los espíritus más refinados parecen libres del uso acerado de la maledicencia. En los Diarios de Bioy Casares con Borges, publicados apenas, asoma con frecuencia el sarcasmo, la burla más o menos sutil, contra sus colegas. Uno puede temblar de ira –o pasmarse- ante el desprecio que los dos escritores demuestran, por mencionar algo, contra Virgilio Piñera o contra Gombrowicz.
Hay escritores que vivieron posesionados por la ira o por la envidia, y murieron con ese regusto en la lengua y en la pluma. Cabrera Infante escribió un hermoso y admirativo texto “Reinaldo Arenas o la destrucción por el sexo” y en pago el homenajeado lo llamó La Jíbaro-inglesa y descargó sobre él toda su capacidad satírica. Pero también creo que ese humor vitriólico fue en cierta forma su respuesta visceral contra el acoso y pienso que esa capacidad vesánica de los textos arenianos, que los recorre en su centro mismo, es uno de los mayores lujos de su obra y su explicación minuciosa.
¿Debemos pues alarmarnos por la ferocidad de nuestros poetas? No, qué va. Los huesos de la poesía parecen robustecerse con los nutrientes agridulces de la malaleche. Ese afán de confrontación, de debate, de antagonismo de ideas y de personas –aducía José Clemente Orozco, que no era escritor, pero en todos los gremios se cuecen habas- es el verdadero motor del arte. Y decía una cosa más: si alguien quiere conciliar, si alguien quiere sembrar el punto medio, a ése hay que darle, ése es el enemigo.
En otras circunstancias, me gustaría llamar a la calma y a la concordia, pero no lo hago por dos razones: la primera, porque yo fui uno de los concursantes palurdos cuya excelencia quedó en entredicho, y la segunda, porque la verdad es que la guerra entre poetas o intelectuales siempre me ha parecido un espectáculo fascinante. La literatura es un asunto del que solemos hablar con aire reverencial, y los mismos escritores frecuentemente se toman en serio la reputación oracular, casi sagrada, de su trabajo. Yo he escuchado a algunos repetir, por ejemplo, que el poeta es “el guardián de las palabras de la tribu”, y decirlo sin que les tiemble la quijada y sin el menor asomo de ironía. Un gran Dios, supuso Darío, debió darles orgullo y vanidad a los pobres escritores para resistir un mundo que se opone a ellos. Las guerras entre literatos suelen ser un circo de vanidades, una hoguera de prejuicios y un hervidero de envidias, pero también es cierto que es en esos bretes en donde mejor se pulen ciertos estilos y en donde con mayor fuerza se definen ciertos proyectos generacionales.
Que los poetas no quieran a sus colegas no es cosa nueva y no debería asombrarnos demasiado. Ya don Francisco de Quevedo, en sus Premáticas del desengaño contra los poetas güeros, decía que los poetas –ese “género de sabandijas”- “sólo dicen verdad en decir mal unos de otros”. Quevedo casi no quiso a nadie: se burló sin compasión de Góngora (y éste hizo lo propio) y no tuvo miramientos con las desventajas físicas del indiano Ruiz de Alarcón en una época en que no existía la corrección política. El siglo de Oro fue una Edad ejemplar de todos contra todos.
¿Un escritor ha de aplaudir a otro? A menos que sea haciéndolo en su rostro, abofeteándolo, que fue la manera en que Salvador Novo –ese maestro del estilo y del veneno- “homenajeó” a Rodolfo Usigli. Un amigo suyo, que recibió sus puyas con muy buen humor, Elías nandino, dice algo significativo en su autobiografía, Juntando mis pasos: “Estoy convencido de que la amistad es un sentimiento sincero, pero los poetas, solapadamente, son enemigos”. Lo que Novo sabía, de todos modos, es que no son las palmas de las manos, sino la lengua, el arma más afilada que los escritores usan contra otros escritores. Lo que dicen a veces es atroz. Mark Twain, por ejemplo, opinó de Jane Austen que “es imposible de leer. Es una gran lástima que la dejaran morir de muerte natural”. Ante el fallecimiento de Capote, Gore Vidal sólo vio en ello otro de sus trucos publicitarios. Ni los espíritus más refinados parecen libres del uso acerado de la maledicencia. En los Diarios de Bioy Casares con Borges, publicados apenas, asoma con frecuencia el sarcasmo, la burla más o menos sutil, contra sus colegas. Uno puede temblar de ira –o pasmarse- ante el desprecio que los dos escritores demuestran, por mencionar algo, contra Virgilio Piñera o contra Gombrowicz.
Hay escritores que vivieron posesionados por la ira o por la envidia, y murieron con ese regusto en la lengua y en la pluma. Cabrera Infante escribió un hermoso y admirativo texto “Reinaldo Arenas o la destrucción por el sexo” y en pago el homenajeado lo llamó La Jíbaro-inglesa y descargó sobre él toda su capacidad satírica. Pero también creo que ese humor vitriólico fue en cierta forma su respuesta visceral contra el acoso y pienso que esa capacidad vesánica de los textos arenianos, que los recorre en su centro mismo, es uno de los mayores lujos de su obra y su explicación minuciosa.
¿Debemos pues alarmarnos por la ferocidad de nuestros poetas? No, qué va. Los huesos de la poesía parecen robustecerse con los nutrientes agridulces de la malaleche. Ese afán de confrontación, de debate, de antagonismo de ideas y de personas –aducía José Clemente Orozco, que no era escritor, pero en todos los gremios se cuecen habas- es el verdadero motor del arte. Y decía una cosa más: si alguien quiere conciliar, si alguien quiere sembrar el punto medio, a ése hay que darle, ése es el enemigo.
sábado, 27 de octubre de 2007
GRACIAS POR EL HORROR
Pongo aquí el artículo que publiqué hoy en El Universal, dentro de la columna La Primera Dama, espacio semanal a cargo del colectivo formado por Adriana González Mateos, Vizania Amezcua, Saúl Gutiérrez y yo. Mis colaboraciones aparecen cada quince días. Léanla.
GRACIAS POR EL HORROR
La irrupción apoteósica del “Poeta Caníbal” en la escena mexicana no nos ha quitado el hambre. Es un tema habitual de sobremesa. Algunos nos preguntamos ya en el postre si la imaginería febril que ha desatado no terminará por instalar una cierta “estetitización del mal”. Más aún, ya en la copa, nos llega la duda de si ese delirio no ha estado siempre aquí.
Siempre hubo caníbales en México. ¿Podía ser de otra manera? La combinación de hambre ancestral más pasión gastronómica más debilidad por la mitopoiesis nos puso a una tarascada de comernos al prójimo. El más joven de nuestros cronistas, el novedoso Bernal Díaz del Castillo, hace reiteradas alusiones a ese deliquio, y a uno más, el pecado nefando, la sodomía, que fueron ambos la marca de la bestia americana, del “otro” bárbaro al que había que redimir. En ese binomio justamente -sangre y sexualidad prohibida- se fincó la leyenda del semanario Alarma!, una publicación que habrá que desentrañar con menos prejuicios para entender el “alma nacional”.
William S. Bourroughs, que llamó a la ciudad de México, “la capital universal del crimen”, especuló que entre nosotros, “el asesinato es la manía nacional”. Acto seguido, inspirado por el ambiente quizá, le pegó un tiro a su mujer. Esa pasión por la sangre, ese frenesí que nos lleva de la fiesta a la tragedia, de la celebración al luto, ha horrorizado –y a veces fascinado- a los extraños. Katherine Anne Porter fue sensible a la “casi extática expectación de la muerte que se halla en el aire de México”. Y describió así tal sensación lúgubre: “los extranjeros sienten el ácido de la muerte en sus huesos ya sea que un peligro verdadero esté o no cerca de ellos”.
Esa adormecida pasión se ha renovado en pocos meses con extraña virulencia y también –por qué no decirlo- con tramas argumentales que merecen una mejor literatura. Habría que renovar la vieja paradoja de que en México Kafka sería un escritor costumbrista. En realidad, creo, Kafka habría sido un periodista de nota roja. La Mataviejitas, El Caníbal del Caribe, el aluvión de cabezas decapitadas como monstruoso teatro de marionetas, y ahora El Poeta Caníbal han puesto al día el tremendismo en el gusto popular. El público está poseído por un regocijo mal disimulado, por una obsesión enfermiza por los detalles, por su debilidad recurrente por las tramas lacrimosas, las relaciones extrañas, la moraleja que se demora ante la incapacidad policiaca.
Ahora todos seremos el Poeta Caníbal. A una sociedad adormecida por la violencia brutal, la televisión y su cultura imbécil, la pésima educación, la injusticia como dios de piedra, sólo puede conmoverla, estimularla, erotizarla, cierta “violencia estética”. El banquete del caníbal está servido. Este festín, señores, apenas comienza.
GRACIAS POR EL HORROR
La irrupción apoteósica del “Poeta Caníbal” en la escena mexicana no nos ha quitado el hambre. Es un tema habitual de sobremesa. Algunos nos preguntamos ya en el postre si la imaginería febril que ha desatado no terminará por instalar una cierta “estetitización del mal”. Más aún, ya en la copa, nos llega la duda de si ese delirio no ha estado siempre aquí.
Siempre hubo caníbales en México. ¿Podía ser de otra manera? La combinación de hambre ancestral más pasión gastronómica más debilidad por la mitopoiesis nos puso a una tarascada de comernos al prójimo. El más joven de nuestros cronistas, el novedoso Bernal Díaz del Castillo, hace reiteradas alusiones a ese deliquio, y a uno más, el pecado nefando, la sodomía, que fueron ambos la marca de la bestia americana, del “otro” bárbaro al que había que redimir. En ese binomio justamente -sangre y sexualidad prohibida- se fincó la leyenda del semanario Alarma!, una publicación que habrá que desentrañar con menos prejuicios para entender el “alma nacional”.
William S. Bourroughs, que llamó a la ciudad de México, “la capital universal del crimen”, especuló que entre nosotros, “el asesinato es la manía nacional”. Acto seguido, inspirado por el ambiente quizá, le pegó un tiro a su mujer. Esa pasión por la sangre, ese frenesí que nos lleva de la fiesta a la tragedia, de la celebración al luto, ha horrorizado –y a veces fascinado- a los extraños. Katherine Anne Porter fue sensible a la “casi extática expectación de la muerte que se halla en el aire de México”. Y describió así tal sensación lúgubre: “los extranjeros sienten el ácido de la muerte en sus huesos ya sea que un peligro verdadero esté o no cerca de ellos”.
Esa adormecida pasión se ha renovado en pocos meses con extraña virulencia y también –por qué no decirlo- con tramas argumentales que merecen una mejor literatura. Habría que renovar la vieja paradoja de que en México Kafka sería un escritor costumbrista. En realidad, creo, Kafka habría sido un periodista de nota roja. La Mataviejitas, El Caníbal del Caribe, el aluvión de cabezas decapitadas como monstruoso teatro de marionetas, y ahora El Poeta Caníbal han puesto al día el tremendismo en el gusto popular. El público está poseído por un regocijo mal disimulado, por una obsesión enfermiza por los detalles, por su debilidad recurrente por las tramas lacrimosas, las relaciones extrañas, la moraleja que se demora ante la incapacidad policiaca.
Ahora todos seremos el Poeta Caníbal. A una sociedad adormecida por la violencia brutal, la televisión y su cultura imbécil, la pésima educación, la injusticia como dios de piedra, sólo puede conmoverla, estimularla, erotizarla, cierta “violencia estética”. El banquete del caníbal está servido. Este festín, señores, apenas comienza.
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